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Ni hembrismo - machismo, ni masculinismo - feminismo; HUMANISMO


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El grado de autorrealización de la libertad de una comunidad depende, en buena medida, del grado de emancipación y mismidad de sus mujeres” 
-P. Esteban Diezma

¿Feminismo? ¡JAMÁS! ¡Humanismo siempre!. Propagar un feminismo es fomentar un masculinismo, es crear una lucha inmoral y absurda entre los dos sexos, que ninguna ley natural tolerará” 
-F. Montseny

(El deber fundamental de toda mujer) es colaborar con el hombre en la transformación completa de la sociedad, (siendo) digna compañera del hombre y le apoye (sic) en el camino de la Revolución” 
-T. Claramut

El proceso de “sexificación” por así decirlo, en el que las sociedades, ya por poco desprovistas de cualquier nostalgia siquiera por los elementos de comunalidad ya perdidos, ha supuesto el ejemplo mejor elaborado del triunfo de las instituciones y su frialdad administrativa sobre el conjunto del pueblo, haciendo, prácticamente a este, un objeto pasivo, una mascota del Estado y de sus principales agentes (medios de comunicación, partitocracia, instituciones de enseñanza “pública”, etcétera).

La tiranía del politicismo, entiéndase, la degeneración de la política en tanto que ejercicio supino de politización de todas las peculiaridades que definen el summum del concepto de “vida humana”. El cómo se ha conseguido esto, bueno, ha sido mediante un proceso arduo y fatigoso de enfrentamientos de las comunidades populares tradicionales, que contemplaban con horror como la sevicia de aquellos que hoy se llaman “creadores de democracia” se cebaba con todas sus costumbres, primero tildándolas de “atrasadas” en el plano cultural, para, a posteriori (ya con el franquismo) degradar al pueblerino a la altura de “paleto”, “inculto”, “ignorante” y, cómo no, “misógino”, aduciendo que éste sería el principal responsable de una opresión “histórica” sufrida por esas mismas mujeres que, otrora, estarían dispuestas a derramar su sangre por sus compañeros hombres, por sus compañeras mujeres, y por el vínculo casi inseparable que los unía, tanto a sus tierras como a su forma de vida.

De todas formas, hoy no nos ocupa tanto el proceso por el que hemos pasado de una sociedad acapitalista y de la igualdad real a una sociedad capitalista, de mercado y del “progreso”, donde el antedicho adjetivo se ha convertido en una forma política de ganar adeptos, en una consigna que remienda una mala posición y en un elemento que se une a la ya de por sí hostigante campaña de adhesión a los principios progresistas vertebradores de aquel ente que hoy se denomina “democrático” y que, precísamente, es el responsable de estatuir dictaduras militares de facto para reprimir las auténticas democracias, harto negadas por la historiografía académica oficial, y ahora reconocidas entre los dientes, aunque sin dar las explicaciones (y disculpas) pertinentes por el expolio que estas sufrieron y por la muerte (bien culminada, bien en proceso) de los distintos rasgos identitarios de estas comunas concejiles, uno de los más destacables es el idioma o dialecto, que, con la despoblación progresiva de algunas zonas del interior peninsular, está muriendo lenta y agonizantemente.

El sexismo vive con nosotros. A cada paso que damos, vemos como éste se manifiesta (en distinto grado, eso sí), normalmente en forma de conductas supremacistas, y por ende, intolerables, con las que hoy muchos de los hijos de la modernidad comulgan, para su propia desgracia, y para la de todos. Obvio éste el resultado de un proyecto de ingeniería social burdo y buenista, que nos consideraba a todos como “tábulas rasas” o “seres pasionales” a los que la razón debía servirles como elemento vertebrador de todas nuestras relaciones, razón que, por otra parte, se mueve en el terreno de la amigüedad pues, mediante marcos racionales, se puede justificar cualquier conducta, al no existir lo racional “per se”.

Hoy en día, el sexismo más tolerado, consentido, loado e incluso promovido desde las cumbres más altas de la estetocracia y la “filosofía” posmodernas, es aquel que presupone a las mujeres un ser de bondad absoluta e inocente, cuya fragilidad hace necesaria la supervisión y protección, no por parte de ella misma, aserto intolerable ante una sociedad rumbada por la legislación “positiva”, sino por parte de terceros. Esta supuesta debilidad que, ellos alegan, poseen las mujeres, hacen que por definición estas sean siempre relegadas y despreciadas, justificándose así el intervencionismo institucional, con el fin, precísamente, de resolver el entuerto propuesto.

Así, mediante el recurso al victimismo, el sexismo hembrista (con el que comulgan amplios sectores del feminismo radical mal llamado “marxista”) propone una forma de desdeño y odio a todo lo que represente la masculinidad en los propios hombres, al tiempo, eso sí, que materializan un canon de mujer absolutamente atomizado y desustanciado, impulsando a todas aquellas mujeres que secunden estos movimientos a “masculinizarse” como dirían algunos, esto es, a ignorar completamente su idiosincrasia y a adaptar usos y costumbres (en especial vicios) de los que hasta ahora el patriarcado tradicional las mantenía alejadas. Esto, aunque parezca una cuestión baladí o una menudencia, es trascendental porque representa la culminación de años de esfuerzo para igualar a hombres y a mujeres en, no solo el grado de sumisión y dependencia de las instituciones (y el consecuente estado hobbesiano de las relaciones que eso genera), sino también en decadencia espiritual, de virtud y de condición, sumiéndolos en la bajeza e impidiendo un cuestionamiento profundo y radical que señale a los verdaderos responsables de esta formidable operación de ingenieria, algunos de los que pueden citarse aquí son el Estado, el liberalismo en todas sus vertientes (y su contraparte obrerista, el marxismo), la ideología del progreso, la socialdemocracia y el poder ideológico de “artistas” y “filósofos” en tanto que honrosos funcionarios y colaboracionistas del par Estado-capital.

Así pues, el sexismo hembrista y el sexismo machista son las dos caras de una misma moneda, llamada “sexismo” y que tiene por características: 1) El basamento en un Derecho “positivo” resultado de la obra de legisladores estatales cuya única conexión con el pueblo es, en alguna ocasión, haber ascendido de él. 2) La guerra de los sexos como elemento de enfrentamiento y malestar entre hombres y mujeres, siguiendo la clásica estrategia política del “divide et impera” 3) El recurso a todo tipo de medias verdades (cuando no directamente embustes) para defender sus indefendibles postulados y reclamar unos privilegios sociales y políticos que, desde luego, no les corresponden de base, a menos que estos privilegios se traduzcan en reconocimiento y honra, los cuales la propia persona, con su esfuerzo particular, logra conquistar.

No obstante, existen otras formas mucho más moderadas y conciliadoras de sexismo, que, aunque no dejan de tener ese rancio componente “de género”, defienden supuestos mucho más reconciliables y evidentes, al tiempo que, en ocasiones se suelen solapar. Estos son el feminismo “de la igualdad” y el masculinismo, con las excepciones tanto del femifascismo/feminismo “radical” hembrista y el machismo separatista, tópico y recalcitrante de movimientos como el MGTOW. Ambos defienden las evidentes verdades de que, hombres y mujeres requieren el mismo estatus y una consideración equidistante, tanto en la legalidad como en las relaciones sociales. Ni unos son más ni otras son menos, o viceversa.

De lo que pecan estos movimientos es de dos errores garrafales que eliminan de lleno cualquier posibilidad transformadora de los mismos. El primero es su necesaria vinculación a las instituciones políticas, mediáticas o capitalistas (prácticamente todas las asociaciones de este estilo son mantenidas con fondos públicos y sus responsables, cuando no funcionarios, si importantes colaboradores de prensa, juristas, jueces, tanto así que en muy pocas ocasiones, excluyendo alguna que otra pequeña organización vecinal, estén comandadas por personas ajenas a cualquier aparato institucional). La segunda falla, es la firme creencia en que, resolver únicamente las cuestiones que atañen a su género, contribuiría, por arte de magia, a proveer al conjunto de la sociedad un estatus de igualdad envidiable. Esto explica, por ejemplo, la sed de revanchismo o los infantilismos observables en uno y otro bando, pues ambos, como actores sociales vinculados a las instituciones, ejercen presión sobre ellas para, como dice Orwell, ser “más iguales que los demás”, haciendo de la igualdad un arma arrojadiza de sambenitos e improperios, y transformándola en un recurso de igualación de todos a las cadenas insalvables del cada vez todopoderoso aparato estatal constituido.

Ni los problemas de uno ni los de otro son más importantes ni deben estar en preferencia, pues decir eso conlleva a aceptar el sexismo, al considerar “mejores” o “más justas” o “más aptas” las demandas masculinistas o las feministas. En contraposición, la estrategia propuesta por este humilde comitente de esta más modesta bagatela, es seguir la estela del humanismo. Pero no de un humanismo materialista del “Renacimiento” ni un humanismo ingenuo de los “Ilustrados”, todo lo contrario. Un humanismo en el que, los individuos agregados en comunidades constituyen agentes y no pacientes, sujetos y no objetos, y por lo tanto se hacen responsables de las consecuencias de todas las decisiones que puedan tomar. Un humanismo que, en el seno de las necesarias y complementarias diferencias que puede haber entre cada uno, y las distintas formas de comprender nuestra existencia, sepamos, por encima de todo, lo que nos une, lo que nos empodera colectivamente e individualmente, lo que nos vincula. El buen trato, la gentileza, las buenas intenciones en el trato con nuestros iguales y una redefinición de comunidad basadas en la convivencia, el amor y el respeto por las libertades podrían ser la llave que muchas personas, de forma casi seguramente inconsciente, buscan cuando ingresan en formaciones sexistas, creyendo de manera inocente que ello contribuye a la mejora de su sociedad.

El humanismo radical no busca mejoras en la decrepitud presente. Por el contrario, aspira superar esta decrepitud y construir un sistema relacional basado en la autogestión, tanto de nuestros recursos, como de nuestras vidas y relaciones. Autonomía en lo político, en lo social, en lo económico, en lo relacional, en lo erótico-afectivo e incluso en lo espiritual. Una sociedad del trabajo, pero también de la fiesta, de la alegría y de las ganas de vivir. Una sociedad que no entienda la revolución como un proceso único con principio y fin, sino como una labor diaria que abarca el conjunto completo de sus existencias.

Una sociedad libre de instituciones, y por ende, de sexismo, es el resultado de la elevación a la práctica del humanismo revolucionario. Ello requiere, como no, el rechazo de todos los sexismos (moderados y extremistas) y la toma de conciencia de que, el proceso emancipatorio, nos incurre a todos y a todas por igual.

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