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El criticismo, el conformismo, el felicismo y la inmadurez.

Recuerdo que cuando rondaba la adolescencia más temprana, mis allegados solían reprocharme mi egotismo y mis conductas altaneras y poco amistosas a los consejos, a las advertencias, a las críticas y a los reproches. Recuerdo también como me reprochaban el querer llevar la razón en todo, el no dar nunca el brazo a torcer y a no ceder ni en cuestiones elementales en las que, no solo mi interior sabía que iba a perder o que no llevaba razón, sino en las que yo mismo me autoengañaba para no sentirme inferior a quienes, con todo el afecto, el amor y el cariño del mundo, me intentaban conducir en algún asunto, a fin de hacer de mi ser futuro alguien capaz, responsable, sufrido y desarraigado. 

En lo personal, ahora, que he descubierto por convicción interior y una serie de influencias bien allegadas, tanto en el plano familiar como en planos secundarios externos, que ese tipo de nociones son no solamente autodestructivas en lo personal, sino que perjudican seriamente las relaciones con los demás, esto es, la convivencia. Una convivencia, que dicho sea de paso, y parafraseando a cierto pensador ácrata de mi agrado; ha dejado de serlo para pasar a convertirse en un “infierno convivencial”.

Dicho infierno está representado por la figura del sujeto desvirtuado y desustanciado postmoderno, quizá hiciéramos bien en llamarle “posthumano”, porque ha dejado de ser humano, ha trascendido lo humano no a una meta o estadío superior consecuencia de su esfuerzo, sino al estadío mínimo de la nada absoluta, gracias a su inacción, a su pasividad y a su sensación eterna de comodidad. 

Ese sujeto que, independientemente de la edad que tenga, es un inmaduro integral, pues es incapaz no ya de plantearse ciertas cuestiones de naturaleza azarosa y enmarañada, sino tan siquiera de pensar acerca de las nociones más simples como el desinterés, la ayuda mutua, el olvido de sí, el amor como práctica y como esfuerzo y la solidaridad como meta. Con las mentes llenas de consignas y vacíos ideológicos implantados a conciencia desde los sistemas de aleccionamiento del poder, se nutre de reflexiones de paquete hermético, ya concebidas por terceras personas, en muchas ocasiones con intenciones nada claras, y así descuida su intelecto, su mentalidad, su psique y su cosmovisión, que se degeneran y corrompen, precisamente, por falta de uso.

Como si esto no fuera nada, ese sujeto no es capaz de admirar o de ejercitar valores basados en un ejercicio vivificante por la crítica interior y la crítica recibida, elaborada con sapiencia y que debiera ser recibida a modo de halago o, al menos, de incitación al pensamiento y a la dubitación sobre los errores cometidos. Pues eso no sucede. La crítica se convierte en un lastre, en una pesada arma que apunta contra los egos de terceros como si de un bazuka se tratase, o peor aún, es recibida, aún si las intenciones con las que se dirige es buena, como el peor de los agravios y el más cargante de los vituperios, ya que, no solo puede soportar que se le corrija o se le reproche alguna actitud o alguna acción, sino que a mayores, el que debe pedir disculpas es el que elabora la observación, pues ello constituye la ofensa más desentonada. 

La burbuja, las aspiraciones y todas las metas de los seres ¿humanos? de la modernidad es lograr un estadío de felicidad apabullante que se manifiesta delante de sus ojos como la máxima utopía de la realización material, carnal, satisfactoria en fines y placeresca. El felicismo como ideología del bien impuesto, de los fines y las metas en lugar de los medios, o del aceptar las condiciones o situaciones sin esforzarse y meditar seriamente en sus posibles salidas, o, al menos, en sus condiciones presentes, se ha impuesto de forma inusitada sobre el conjunto del cuerpo social de la era contemporánea, tan semejante a lo que algunos cronistas romanos retrataron sobre la sociedad de la decadencia, como una sociedad vacía, insustancial, pueril y entregada a los placeres y a la vida liberal más que a las inquietudes del espíritu. 

La esclavitud a día de hoy se ha impuesto con una efectividad fabulosa a nivel mundial, y sus hitos son deliciosamente aprovechados por las élites que lo han impuesto, a través de un ejercicio arduo y continuado de, aproximadamente 250 años puesto en práctica, pero mucha mayor antigüedad en cuanto a ideas pensadas por los primeros “filósofos” elitistas de la historia, tales como Platón (ideólogo de un modelo omnímodo de dictadura intelectual), Aristóteles (teórico político con notable influencia en la modernidad, dada la importancia de sus supuestos organizativos y existenciales para las élites gobernantes) o Maquiavelo (teórico del poder político en toda su expresión, primer estatócrata (ideólogo del Estado) de la historia moderna y procurador de la idea de persuasión contraria a la idea natural de convicción o de convencimiento por argumentación).

Esa esclavitud, reside en los bienes materiales, en el dinero, en lo libidinal y en lo trasiego, que han pasado a constituir un modo muy efectivo de libertinaje mojigato, donde, o se es parte del mismo, o se queda y siente uno totalmente marginado, incomprendido e incluso juzgado por la mayoría. Es la adoración de lo técnico, de lo pragmático, del ya, del ahora y del momento. El carpe diem renacentista en la más fastuosa y tremenda de sus expresiones, el vive y deja vivir tan elocuenciado, el sentir el momento sin importar ni el ayer ni el futuro (ni siquiera el mismo presente en tanto que experiencia reflexionada), sin aspiraciones pues históricas, sociales e individuales. Por ello es que los sujetos medios aceptan una rutina que les ha devenido impuesta, pensada y articulada por el poder, con fines puramente materiales, de prosperidad, de éxito y de riquezas. 

Soñando que todos van a ser Pablo Iglesias, Steve Jobs, Bill Gates, o incluso Amancio Ortega. Deseando, con todas sus fuerzas, tener una pizca del éxito de los magnates y doctrinarios capitalistas antes mencionados, de las mentalidades materiales, de ocupar un puesto en los albores institucionales donde pasar cómodamente el resto de su existencia, mientras se admira de boquilla a algunas figuras revolucionarias del pasado, por entregar su vida, y rendir servicio para que ellos tengan hoy televisión por cable, ordenador con WIFI y una casa de dimensiones colosales en la que seguir con la vida quieta que llevaba hasta ahora. 

Por eso es cuestión de relevancia, hoy más que nunca, en el decrépito presente mucho más que en épocas pasadas (por lo que sabemos de ellas) y ante el incierto futuro que nos espera de consentir que la desvirtuación del sujeto siga su rumbo hasta que sea del todo incorregible (a veces es razonable dudar si todavia es reversible), el mostrarse crítico con la modernidad y todos los disvalores que fomenta, y en llevar a cabo una lucha en el terreno de lo cognoscitivo, apelativo y epistemológico contra todas las ideologías buenistas, felicistas, individualistas, materialistas, conformistas, criticistas y egotistas. La crítica no debe reducirse a la exposición y denuncia (o al ataque, en algunas ocasiones) de aquellas conductas, modos de no-pensar y de no-ser palpantes en la modernidad, sino que debe alcanzar una segunda dimensión conciliadora, tranquila, mesurada y sosegada donde, en la medida de nuestras capacidades, expongamos nuestras razones y aportemos alguna posible (aunque no verídicamente efectiva) salida, remedio o solución a esta problemática tan acuciante. 

Con todo el respeto que merecen nuestros congéneres, debemos realizar un ejercicio de observancia colectiva e individual de todos los defectos y cuestiones problemáticas que afectan al modo colectivo general de concebir insulsamente la vida y sus temas trascendentes. Deben distinguir entre lo impuesto (aprendido) y lo alcanzado mediante el tándem observación-meditación-interiorización (aprehendido) mediante convencimiento y reafirmación moral, la recuperación de los saberes, virtudes y éticas clásicas del mundo occidental (tan rico en ellas) y el intercambio o divulgación de nuestras posturas, planteando debates e inquietudes que, sin ser necesaria la victoria inmediata, suscitarán cuanto menos resquemor, duda y deseo de satisfacer la necesidad de conocimiento, sustancialidad o la necesidad de verdad

Fomentar un punto de vista crítico, ateórico, renovador, experiencial y cuestionativo, constituye la cimentación de un nuevo modelo social que represente, en la medida de sus limitaciones, la negación de la sociedad infantilizada de la modernidad, y que plantee severos retos con el fin de, cada día, poquito a poquito y mediante el sufrimiento por la causa creída justa, los sinsabores de la vida trabajada, sufrida y lamentada y de la omnicomprensión sobre la espiritualidad y las cuestiones inmateriales que nos embargan, entender el dilema que representa nuestra ambivalente y bipartida condición humana, con todas las distancias que nos separaron, separan y separarán de la perfección pura y conjunta, realidad intangible en tanto que todos, absolutamente todos, pecamos de seres constreñidos por las limitaciones que nuestro conocer posee. 

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