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El culto al mal de la sociedad "satánica".


“Tengo por burgués a todo aquel que piense con mezquindad” (Flaubert)

Las reflexiones que estoy próximo a dejar plasmadas (no se a qué recaudo) en esta bagatela, vienen circundando mis cavilaciones a modo de aura tremenda, oscura, daédrica y catastrófica. Agónica a más no poder, dolorosa, terrible de reconocer, pero a fin de cuentas es la única conclusión a la que llego al contemplar con dolor y cierta resignación el espacio en el que nos movemos todos actualmente.

Y pensar que, el día que me encontré por primera vez con esta descripción de la sociedad, alcance apenas a agradecer su exactitud pero a dudar en mi interior de la misma. Hoy, casi dos años después, comienzo a resolver que aquel usuario de YouTube cuyos vídeos veía regularmente (y a quién aún hoy sigo viendo), había dado en el clavo, en la certeza absoluta, al definir la sociedad de los tiempos presentes como una sociedad satánica, no en el sentido religioso o esotérico de la palabra, sino como un sinónimo de “culto a la maldad o a la mezquindad”. 

Ni que decir tiene que los seres humanos no son buenos (Rousseau) ni malos (Hobbes) por naturaleza, por lo que se debe descartar experiencialmente toda aquella teoría determinista que pretenda resolver de una vez por todas la condición humana, tan enredosa, enmarañada y dificultosa de analizar, por nuestra naturaleza compleja y complejizadora. 

No, desechando todas esas teorías, tenemos que observarnos en lo más hondo, oscuro y profundo de nuestra alma, de nuestra psique y del grueso de nuestras acciones, no contemplando nuestro pasado como nos gustaría que fuera o como lo repetiríamos de tener oportunidad, sino conformarnos con la gratificación (o la desgracia) de lo que ya fue y no podemos cambiar, pero de lo que, si somos lo suficientemente amigos de la virtud, podemos rescatar sabias lecciones, no solo para comprender nuestro tiempo, sino para comprendernos a nosotros mismos. 

¿Qué somos, cuáles son nuestras intenciones y qué es lo que buscamos ser? Son, sino del todo, quizá, las tres preguntas más importantes en la vida de una persona con aspiraciones a evolucionar espiritual y esencialmente, y, por ende, a convertirse en subversora, en revolucionaria espiritual e intelectual, ante un sistema de infravalores que ha convertido las relaciones sociales en un infierno, ante un sistema de preferencias por el cual nos hacemos -teniendo o no propiedades privadas concentradas- en burgueses, porque nuestra mezquindad (siguiendo la frase de Flaubert) y nuestros deleites extralimitados así lo determinan. 

El mal no es un ente externo que nos acose, no es un demonio, un duende, un tulpa o cualesquiera otras creaciones de la fantasía o el mito religioso, que cumple, entre otras funciones, la tradicional de victimización. Si, al decirle a las personas que el “pecado” (obrar con malicia, maldad o mezquindad) es fruto de la presión de fuerzas externas malignas, y obrar prodigiosamente es pro de fuerzas benévolas que nos “asisten” es negarse así mismo en cuanto a ser humano con facultades y responsabilidades, es negarse por lo tanto como ser integral y aceptarse como mero “ente” zoológico o espiritista, que obra por recompensas (cielo, paraísos posterrenales), que no obra por temor al castigo (Infierno), siendo un eterno menor de edad guiado por dichas fuerzas y no un adulto, con plenas responsabilidades y que obra por convicción.

Es pues el mal -al igual que el bien- una cualidad intrínsecamente asociada a lo humano, sin capacidad o posibilidad de separarlas unas de otras, siendo inmiscibles, y en ocasiones confundibles. Para ejemplificar la naturaleza humana bifronte o bipartida, es necesario recurrir a esa explosión de sabiduría y cultura clásica que fue el Nuevo Testamento, en concreto, la parábola atribuída a Jesús sobre el trigo y la cizaña. Para inteligirla, debemos desprendernos de todo prejuicio o consideración (tanto religiosa como atea) sobre Jesús de Nazaret (el más grande de los pensadores antíguos, el creador a modo de Sócrates de un estilo de vivir, de obrar, de amar y de ser humanos) y sobre el primer cristianismo. Para ello, invito a los lectores interesados a profundizar en textos, escritos y reflexiones de los primeros cristianos, y se percatará de las notables influencias cínicas, estoicas y esenias de su pensamiento. Pasemos a relatar la parábola, sita en San Mateo 13: 24–30:

«El Reino de los Cielos es semejante a un hombre que sembró buena semilla en su campo. Pero, mientras su gente dormía, vino su enemigo, sembró encima cizaña entre el trigo, y se fue. Cuando brotó la hierba y produjo fruto, apareció entonces también la cizaña. Los siervos del amo se acercaron a decirle: “Señor, ¿no sembraste semilla buena en tu campo? ¿Cómo es que tiene cizaña?” El les contestó: “Algún enemigo ha hecho esto.” Dícenle los siervos: “¿Quieres, pues, que vayamos a recogerla?” Díceles: “No, no sea que, al recoger la cizaña, arranquéis a la vez el trigo. Dejad que ambos crezcan juntos hasta la siega. Y al tiempo de la siega, diré a los segadores: Recoged primero la cizaña y atadla en gavillas para quemarla, y el trigo recogedlo en mi granero.»

Fuera de interpretaciones artificiosas o intencionadas, y quitando la paja (quizá añadida posteriormente por San Jerónimo, autor de La Vulgata), el contenido esencial de la parábola es claro y preciso: tanto el bien como el mal crecen juntos, siéndole imposible al ser humano separar lo uno de lo otro. 

Tanto el bien como el mal son opciones legítimas, si las elige la persona sin persuasiones hacia un opuesto ni hacia otro o sin presiones (bien sociales, bien de otros individuos) de por medio. Ello constituye la libertad sublime, es decir, esencial, en toda su magnanimidad, como la opción de cada persona de construirse, y con ello, contribuir al crecimiento y mejora o al empeoramiento y derrumbe de la sociedad a la que integra. No voy a ser yo el que vulnere ese derecho a través de una interpretación sesgada de las ventajas e inconvenientes éticas e inmateriales que tiene la elección de uno de los dos “valores rectores de principios”, como he acostumbrado alguna vez a llamarlos.

Tanto el bien como el mal tienen asociados ventajas e inconvenientes. El bien tiene como ventajas principales la mejora cualitativa de una sociedad entregada a su realización y consecución finita, esto es, mejora en aspectos cardinales como la convivencia, la solidaridad o la tolerancia, el respeto y el amor -entendido éste como práctica desinteresada hacia el amigo o el prójimo, que no tiene que ser amigo-. El principal de los inconvenientes de la buena virtud, es que para conseguir alcanzarla en grado somero se ha de entender la vida como desinterés, como esfuerzo magnánimo y jamás recompensado, como un acto de injusticia personal (al darle al otro o estar dispuesto a darle más de lo que uno recibe) y una voluntad de servicio, en ocasiones, con ánimos de trascender las fronteras de lo posible. 

El mal, como posición ética, también requiere de sacrificios, de unos valores concretos, de voluntad, de valor y de fortaleza, podríamos señalar éstos como sus inconvenientes o trabas. Como “ventajas” se incluyen la suprema libertad individual (a costa del dominio de otros), la tranquilidad de espíritu -contraria a la animosidad y a la tensión de espíritu necesaria para el bien-, la preocupación por los placeres sensoriales y la satisfacción del interés individual, entre otros muchos. 

Ahora, ingresemos al quid de la cuestión. La sociedad actual es una sociedad del mal, de la maldad, con la salvedad de que, a diferencia de una maldad legítima -repito, aquella que ha sido escogida por cada persona de forma libre- asistimos a una maldad ilegítima, impuesta, generalizada y forzosa, lo que juega un papel tan horrendo que ni siquiera pudo ser elucidado por las distopías más profundas.
No solo es una sociedad de la maldad, sino también de la irresponsabilidad perseguida, luchada y deseada. La gran masa lo único que desea es satisfacer sus intereses particulares o particularistas, tener garantizados los disfrutes mundanos, la abundancia material que costee esos disfrutes o la tranquilidad de espíritu, rechazando (o no sabiendo reaccionar) el dolor al provocarle inquietud y urticaria de conciencia. 

Si el bien tiene como valores medulares el amor y el esfuerzo, el mal consigue adosar para sí el odio y la irresponsabilidad. Por la maldad práctica es por la que todos en alguna ocasión nos hemos victimizado constantemente, y no hemos aceptado, quizá porque no sepamos hacerlo, que una parte sustancial de nuestra condición es obra y desgracia de nosotros mismos. Porque no nos concebimos como adultos, sino como meros infantes caprichosos a los que se les ha de alimentar y proveer.

¿Por qué el mal está generalizado? Entre sus muchos factores, se encuentran intereses políticos. Con una sociedad orientada a la consecución de fines particulares, mezquina y ramplona en sus acciones mayoritarias, y únicamente preocupada de “lo que han de comer o lo que han de beber”, se consigue una ¿humanidad? dependiente y reacia a toda noción que esboce medianamente la libertad como responsabilidad asumida y no como charlatanería intelectual que concibe la misma como el derroche y despliegue majestuoso de todos los intereses particulares y de todos los deseos personales, en una conjunción que, para algunos dialécticos, debe sumar armonía.

El mal, comenzó siendo algo inmanente al poder o poderes, al aparatos estatales, entregados a los disvalores antes impuestos. Ellos han comprendido mejor que nadie la lección que dejaron macrocivilizaciones como Roma, donde forzar el mal era una cuestión de Estado, pues, inmiscuidos en los placeres o intereses mundanos, los sujetos son totalmente inapetentes por las cuestiones de espíritu, por los valores que requieran un mínimo de esfuerzo para superar lo trascendente, pues, al generalizar la maldad, se crearían hordas de ineptos para practicar el bien por convicción.

La maldad o la mezquindad, cualidad innata de la burguesía primera que ha creado una burguesía “populacha”, copia exacta de la primera, se esconde bajo muchos nombres en apariencia positivos (pues de lo contrario sería demasiado evidente), tales nombres son “éxito”, “prosperidad” “bienestar” y “felicidad”. En nombre de ellos se predican charlas, se entelequia en los medios de comunicación o se inunda a propaganda política y no política. Por su consecución se organizan protestas, se respaldan “luchas proletarias” y se predican revoluciones.

Hasta tal punto ha llegado la cosmovisión de la maldad a ser impuesta que es enseñada, no existiendo mejor ejemplo de ello que los sistemas de trabajo asalariado/educación obligatoria, y sus incentivos a la competitividad y al individualismo, en ocasiones y en algunos sitios, de índoles fabulosas y de repercusiones tremendas. Ser ambicioso, codicioso, usurero, desleal, mentiroso, trapacero, trilero, ventajoso, aprovechado y un sin fin de adjetivos más se ha convertido en la norma, en lo normal. Sé tu estas cosas “y así no te pisarán”, mata y no te matarán. 

¿Cuántos de vosotros no habréis escuchado millones de veces incitaciones -bien directas, bien indirectas- al ejercicio de la maldad? Aserciones tan claras como “eres demasiado bueno, que pareces tonto”, o “no dejes que te pisen (pisa tu primero)”, o quizá risas descaradas cuando te atreves a referir una noción que el público considera irreal. ¿Y qué de la necesidad de fingir algo que uno no es o lo que son los demás con tal de ganarse su aprobación? ¿No es el auto-repudio la peor forma de mal existente? 

Me gustaría reflexionar más tiempo acerca de esta capital cuestión, pero resulta que, hecho trizas por culpa de los exámenes, suficiente acto de esfuerzo personal estoy haciendo, por lo que, contra mi voluntad y antes de enredar más el enredo, me voy a detener aquí, no sin antes invitarte, si me lees, a que, de todo lo expuesto, saques tus propias conclusiones, porque yo he llegado a las mías, y no son precisamente trago fácil. 

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