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Sobre la islamofobia y la xenofobia (por qué no son sinónimos sino antónimos)


El nivel con el que los medios de aleccionamiento del gran capital corporativo-estatal y sus secuaces consiguen sus objetivos me parece, francamente aterrador. La facilidad con la que se frivoliza sobre lo que debe ser tenido por una demostración de odio (ergo, debe censurarse a toda costa) y lo que es una muestra de “radicalidad” o de “subversión” es, aún para muchos de nosotros, un completo misterio.

Cada vez que un atentado yihadista/islamista/salafista (ya no sabe uno que término emplear para no vulnerar la dictadura de la corrección política) acaece, se crea en los ambientes politicistas (especialmente, en el corro de las izquierdas) un ambiente bastante preocupante por superfluo y chabacano. Las redes sociales se llenan de declamaciones de paz supuestamente venidas del Islam, que según sus mayores propagandistas actuales, es una religión de paz, de tolerancia y de diversidad. Naturalmente, estas consignas islamofílicas tienen como raíz una ignorancia profunda sobre la historia, tanto la de los pueblos de la península, como la historia de los pueblos hoy sometidos a la tiranía del islam político -llamado por algunos pensadores, con mucho acierto, islamofascismo-, por no decir las condiciones actuales en las que dichos pueblos viven, profundamente repudiables en tanto que negadoras de absolutamente todas las formas de libertad política y civil (incluso de las formales).

Lo cierto es que, a mi modo de entender, y según lo reflexionado durante estas semanas, una gran sima se cierne entre dos conceptos hoy tenidos por equivalentes, cuando no por sinónimos, islamofobia y xenofobia. Al entremezclar y confundir dichos conceptos, el credo antirracista está incurriendo, dejando al margen las intenciones con las que lo hagan, en uno de los más dantescos ejercicios de racismo y de xenofobia por actuar, precisamente, de forma sibilina. Además, les están dando armas a los verdaderos xenófobos, esto son, “fascistas” sin memoria histórica, extrema derecha y extremismo pseudocristiano y demás movimientos a los que, esta izquierda, también parece ser sin memoria, dicen oponerse.

Mientras que la xenofobia puede definirse como aversión u odio hacia una persona extranjera, la islamofobia es, simple y llanamente, aversión, repulsa y rechazo hacia una religión como es el islam. Estaría muy bien que aquellos bienintencionados y caritativos militantes “antirracistas”, reconocieran las diferencias entre estos términos, pues el islam es meramente un usurpador de la verdadera cultura de los pueblos árabes y no árabes (no todos los pueblos sometidos hoy al islam son de ascendencia semita, esto es, árabe), pues su esencia más auténtica la representan los diversos pueblos nómadas cuya religión practicante no es siempre la islámica, o es una forma de islam mucho más espiritual e integradora como el sufismo, curiosamente minoritaria en los países donde el islamofascismo es imperante.

Un movimiento antirracista auténtico, original, genuino, que no sea un mero revestimiento para el racismo tradicional, no toleraría una usurpación de tamaña categoría, como es confundir la inmensidad de la cultura árabe con una religión, creyendo ingenuamente que empieza con esta. Antes de la aparición del cristianismo existió una cultura anterior, clásica y occidental de la que se inspiró, por lo que hemos de deducir que lo mismo pasa en la civilización árabe -recordemos, hasta la aparición del islam, fundamentada en tribus bereberes y nómadas- preislámica, ámbito que podría y debería captar la atención de los historiadores en general y de los arabistas en particular.

Pero, no debe nublar el juicio del lector lo aquí expuesto, pues no se pretende enunciar un discurso de odio o de animadversión, sino de crítica, reflexión e intento de alcanzar una conclusión con la única pretensión de que esta, en tanto que pueda su autor, sea verdadera y se convierta en una aportación sencilla y humilde pero necesaria para curarnos de paternalismos neorracistas o de inculpaciones inquisitoriales hacia nuestros semejantes, a quienes necesitamos para un proyecto integrador y civilizante que es el proyecto de revolución integral.

Teniendo en cuenta lo dicho anteriormente, la solidaridad con los pueblos sometidos al islam es más que un deber, es una obligación moral, dado que la solidaridad y buena relación con los demás pueblos nos permitirá guardar una visión de conjunto que facilitará, tanto allí como aquí, un cuestionar continuo que facilite la instauración de una sociedad nueva y equitativa por y únicamente mediante el accionar de estos.

Ante la islamofilia -muy socorrida entre los ambientes “radicales” y “antisistema” de la izquierda-, debería buscarse una explicación en los que, según boca suya, son sus antagónicos, los fascismos de derecha. ¿Fueron los fascismos favorables hacia el islam? La respuesta, podría sorprender a muchos, pero es afirmativa, pues admiraban la facilidad que tenían los caudillos islámicos para someter a toda una población mediante un uso de una religión como el islam que lo hacía posible, al crear un sujeto nulificado, sin capacidades propias, sin ninguna libertad o derecho y totalmente servil al poder.
Una acción verdaderamente radical es la que causa estupor, indignación e incluso preocupación, dado que trastoca los baluartes esenciales de la memoria, tanto propia como la de nuestros iguales, que derrumban nuestra visión del mundo y permiten que la reedifiquemos de nuevo, y que nos construyamos a nosotros mismos como unos sujetos de una calidad superior para afrontar la lucha, y cuyas metas sean construir una sociedad que parta del individuo, autoorganizado, con una propiedad y poder político descentralizado, una cosmovisión particular sobre las cuestiones de la vida y del espíritu,y donde se respeten todas las libertades civiles y políticas, donde la libertad de las mujeres sea reconocida y respetada, y donde haya moral mas no moralismo, mogitarería o beatismo.

Por todo ello, bajo mi perspectiva, rechazar critica y fundamentadamente el islam (sobre todo el totalitarismo islamofascista), no es un acto de rechazo al extranjero ni un cercenamiento de la libertad religiosa de nadie, sino un poner en su sitio a toda la caterva propagandística neomarxista y su empeño por destruir cualquier resquicio de libertad y de mismidad, no solo de los pueblos occidentales, sino de todos los pueblos del mundo. No se puede comulgar con una religión en cuyo libro sagrado se cierra con incitaciones abiertas a la violencia contra los otros, a la persecución de los “infieles”, a condenar a las féminas a un patriarcado mucho más atroz que todos los que existen y han existido en el pasado, que cercena los derechos humanos más básicos, que condena a los homosexuales a horrendas torturas, que representa la más obscena de las definiciones de libertad (aquella que se erige mediante la dominación del otro) y que persigue a las minorías religiosas hasta lo infame.

Pero, lo más decisivo, es que no se puede amparar una religión que colaboró en todo lo decisivo con los fascismos europeos en la represión de sus enemigos, y cuyos jerarcas se beneficiaron de ellos tanto como los fascistas de sus quehaceres, como Franco, que se sirvió durante la guerra civil de 100.000 combatientes musulmanes (llamados a hacer la Yihad contra la República) para acentuar la represión contra las libertas clases populares, a menos claro, que uno no se pretenda llamar a viva voz antifascista.

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