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El imperialismo dantesco de la falacia.



“(…) más los malos hombres irán de mal en peor, engañando y siendo engañados”. (2ª Timoteo 3:12)

“Yo conozco tus obras, y tu arduo trabajo y paciencia; y que no puedes soportar a los malos, y has probado a los que se dicen ser apóstoles, y no lo son, y los has hallado mentirosos” (Apocalipsis 2:2)

Hace una buena temporada que me retiré de este tipo de plataformas, porque mis palabras dejaron de saberse conscientes de mis pensamientos, y mis pensamientos atestiguaban mi soberana falta de preparación cognoscitiva, por lo que ante el temor de caer en reduccionismos, criticismos y ejercicios soberanos de prepotencia o ignorancia autosatisfecha, quise apartarme y reflexionar solo, en silencio o con personas conocidas y allegados, fuente máxima de sabiduría, más que cualquier libro, más que cualquier discurso pronunciado por x o y erudito.

Entretanto, el tiempo que no dedico a la carrera universitaria que desempeño, lo invierto a la detenida observancia del comportamiento de la persona urbana promedio, y de la persona rural promedio (Galicia se presta de forma encomiable a estas comparaciones, dada la gran afluencia de personas provenientes de lo rural en el entorno juvenil y universitario, cosa por otro lado ciertamente preocupante, pero que no cabe aquí ser cavilada), con el fin de determinar sus semejanzas y sus posibles similitudes, dado el estado creciente de decrepitud del mundo rural popular tradicional, cuyos responsables son los mismos que predicaron hasta el hartazgo sobre el progreso y su modelo de “hombre nuevo”, renacido, sin mancha e incorruptible.

Encontré, especialmente cuando observaba tácitamente las actitudes viscerales e irreflexivas de la masa, mundos aún diametralmente opuestos entre las convicciones, pautas y predisposiciones del urbanita promedio al rural promedio, dejando a los primeros en un estado de patetismo sin parangón. Las personas de entornos rurales o cuasirurales con las que he tenido el placer de charlar amigablemente, e incluso, las personas que residen en ciudades pequeñas y medianas, me han permitido observar una amplitud de mentalidad difícilmente encontrable en las grandes urbes, donde la humanidad (en un sentido agregado de la palabra) ha dado paso de forma inquietante a una poshumanidad flagrante y coherente con aquella posmodernidad cuyos exegetas afirmaban -cosa que hoy continúan haciendo- en la que el Estado reemplazaría la figura antaño reconocida al “Creador”, pues el hombre sería más libre cuanto más se asemejara a las instituciones y se mimetizara con estas.

En pro de “derechos”, “prebendas” y “libertades” (cuyo calado es difícil de inteligir), la legislación positiva se ha hecho directamente participe, cómplice, ejecutora y responsable de eliminar a los agentes sociales “pueblo”, no dejando siquiera en pie la antaño invulnerable condición de “clase obrera”, la cual hoy en día comparte mentalidad de forma casi perfecta con el oficinista de clase media o el autónomo, pues ambos, con su respectiva tribu urbana o secta religioso-política, claman por lo mismo, porque los dos, el oficinista y el albañil, han sido convencidos de que son iguales en todo, y que por encima de esa igualdad está el Estado, quien la garantiza y hace cumplir.

Aunque, es cierto, y reconocible, que los elementos que diferenciaban de forma tajante la ruralidad libertaria y la urbanidad moderna, se han desdibujado considerablemente, aún es posible apreciar entre las mentalidades rurales, ciertos dejes de solidaridad, desinterés, amor por el prójimo (que no adulación vacua), mismidad, autonomía de pensamiento, sentido del deber propio, de la responsabilidad, predilección por el buen decir, el buen estar, por los modales regios e inclinación por una visión moral compleja, que, exenta de buenismos o determinismos varios elige siempre, de forma libre, practicar el bien moral, siguiendo la ética cristiana revolucionaria que le inspiró a constituirse como agente político-social-convivencial en la, ya lejana, Revolución de la Alta Edad Media Hispana.

Lo urbano, y su brazo extensor, la vasta y profunda red de internet, le han dado una lección a toda la partida de ilustrados “filósofos” y a sus monsergas, hoy anticuadas, sobre un buenismo catatónico y paralizante, que acobarda hasta los gallos mas henchidos. El hombre producto de la racionalidad cartesiana, ilustrada y liberal-progresista (no olvidemos este importante hecho), hijo del Estado de Bienestar, de la modernidad, del progreso y de la ciudad -si no de facto si de iure-, ha desarrollado un odio profundo e irreverente ante la naturaleza cogitativa y problematizadora de la existencia de lo humano, quizá sea, porque con mucho esfuerzo e indudable dedicación empecinada, las instituciones de “lo público”, a través de los programas educativos, han conseguido hacer de la filosofía lo que Marx y Engels defendían haría el socialismo con el Estado y el capitalismo, esto es, que pasen a mejor vida.

En efecto, hoy la filosofía, no se ejerce en la práctica, se contempla como una reliquia del pasado, como un oficio del ayer, como producto de la genialidad de ciertos hombres ilustres y doctos, pero, genialidad que hoy se demuestra imposible ante las exigencias mismas del mundo racionalista en el que yacemos. Extraño es aquel joven que contempla con inquietud y desánimo la tibiedad que esconden aquellos que hoy se llaman insurgentes, revolucionarios, “radicales” o antisistema, simplemente para agraciarse y hacerse querer o convidar a los botellones “insumisos”. Ignoran, que la libertad no es la ausencia de responsabilidad o el temor ante el castigo, la libertad es responsabilidad personal ante las consecuencias de sus actos y asumir y tener presente al otro en nuestro accionar, porque, mal que le pese a algunos, no estamos solos en el mundo.

Lo que hoy si está de moda, con toda propiedad, es la falacia, la fatuidad y la ignorancia soberbia, la cual, los que la hemos acusado en el pasado, la conocemos al dedillo. Mentes “abiertas” que no pueden tolerar la existencia misma de doctrinas contrarias a la suya, de prescripción omniexplicativa, y deseosa de acaparar todo el mercado de la competencia por un trato preferente mientras defienden de boquilla una igualdad que ellos mismos no desean para sí. Terrorista, como siempre, es aquel que piensa más allá de las imposturas y entelequias omnímodas de la masa, del vulgo, del populacho, nietos del pueblo, pero ya no parte del pueblo.

Uraño es quien manifiesta abiertamente que todo el mundo merece ser escuchado y tratado con respecto y con buena fe. Que la hospitalidad es un deber humano para con nuestro semejante, que la solidaridad se hace sin retribución ninguna. Reaccionario es quien se opone a los autoritarismos, sean cuales sean y vengan de donde vengan. Quien huye de las etiquetas reduccionistas y de desacreditar al otro con el fin de ganar un debate, ese es el “enemigo de clase”.

Cómo hemos dado la vuelta a la tortilla, ¿no? La hipocresía y el postureo satisface a pies juntillas al ego personal mientras expone el nivel de odio y distanciamiento con el otro, de formas sutiles no fácilmente percibibles para unas mentalidades viciadas de buenismo, mientras sus pies se dirigen prestos adonde su conciencia de niño nunca les ordenó ir.

La vertebración de los discursos y de las doctrinas o religiones políticas, civiles, científicas, ideológicas o “intelectuales” en la falacia, pone en evidencia la falsedad de las teorías sobre las que se fundamenta el mundo moderno, que no cesa en su empeño por “buenizar” a una masa ya desprovista de cualquier consciencia real sobre sus actos, pronunciamientos o acciones, y entregada a los vicios de la lengua, antesala de los males del espíritu. La falacia, hoy lo rige todo. Ya ni incluso la razón kantiana (de aspiraciones menos deterministas que la cartesiana) es útil o de relevancia, porque, quien la utiliza es denunciado como desviado por una generación de generaciones que se ha construido bajo los pilares de esa misma razón, tan crédula como peligrosa.

Si la falacia es la sangijuela, el chicle en el zapato, molesto y contumaz, que impide un sano intercambio de pareceres entre dos personas completamente heterogéneas, si existe entre conocidos temas indebatibles por la hechura misma de sus postulados omniscientes, entonces, probablemente asistamos lenta y fatigosamente a la muerte de la contradicción y del conocimiento, y, por lo tanto, tal y como profetizaba Comté, al nacimiento de un “nuevo hombre” y una nueva sociedad positiva, adoradora de “lo racional” mientras bebe del pozo amargo del visceralismo y se consume en el infierno convivencial de su propio yo.

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